Fuera de lugar
Martín Guerra Muente
Hay en esta nueva exposición
de Claudia Coca algo que, si se me permite la idea, está fuera de lugar. El
primer indicio de esta afirmación es, acaso, el espacio donde estamos. No es
habitual que el trabajo de Claudia se presente fuera de cierta institucionalidad
artística. Algo de síntoma tiene dicha decisión. El segundo indicio sería el de
la desaparición de una estrategia pictórica que la ha acompañado en toda su
trayectoria como artista: el de la figuración de la imagen. Pues en esta última
entrega, la representación de los cuerpos ha sido reemplazada por una
coreografía, más bien, de palabras. Un desplazamiento de cierto territorio
reconocible hacia uno mucho menos legible.
Dicho movimiento pone en
evidencia una desconfianza, no sólo de la forma figurativa de la pintura, o de
los usos predominantes de cierto arte limeño de una época, sino también de las
“instituciones” que hacen posible la circulación de esas mismas prácticas. No
se podría hacer una cosa sin la otra, pues si bien la representación condena a
la imagen a cierta perentoriedad, sus lugares de circulación son, también,
espacios de sobrecodificación institucional y cultural.
Consciente de esas
estrategias, Claudia Coca opta por la desorientación. Una fórmula poética y
evocativa de cierta memoria colonial pero también de las propias estrategias
decoloniales. Y de los límites históricos y metafísicos de las ficciones y
apariciones culturales. En el caso concreto de este trabajo: la borradura del
cuerpo como certeza etnográfica y la desterritorialización del propio lugar de
la palabra. Transfiguración de la imagen en palabra y de la palabra en imagen,
ambas trabajando en la negación de su propia condición alienante. Si, en
efecto, la ciudad letrada fue el paradigma del poder político y jurídico del
mundo colonial, el mundo contemporáneo reclama su propio aparato de poder: la
imagen y la cultura visual.
Es en ese sentido que la
impugnación a la maquinaria política de la representación es la supresión de
estos dos sistemas culturales: la imagen y la palabra. Una economía de la
presencia que comparece en medio de la aparatosa maquinaria de la mercancía colonial
—National Geographic de por medio— visual y burocrática del otro. Un
desplazamiento de la presunta evidencia empírica del otro y de cierta
legibilidad iconográfica.
Tanto más cuanto las palabras
que aparecen son menos testimonio verbal que gesto de sobrevivencia, o restos
de una política del encuadre que cierto positivismo aún reclama. Los cuentos
bárbaros de los que nos habla la artista son las huellas de las políticas
civilizatorias y coloniales que le han negado a ciertos grupos el derecho a la
autorepresentación. Huellas que, en estos cuadros, generan extrañas apariciones
y producen relaciones inesperadas y violentas desapariciones; caídas de
imágenes en medio de las palabras, relámpagos verbales que imitan el despliegue
de la imagen y la hacen volar en pedazos.
Ahora bien, aquí el lenguaje
no funciona ni como comentario ni como alegoría, sólo como presencia. Es decir,
opera más allá de su propia significación. Palabras que no son comentarios pero
que evidencian los mitos de la conciencia colonial. O de los proyectos
emancipatorios. Son palabras que sugieren una aparición pero que a la vez, en
una puesta escénica dialéctica, desaparecen.
Hay un doble juego en esta
danza caligráfica, el de cierta estabilidad de la palabra, como algo que
significa, y como un simple significante, una huella que remite a muchas cosas
y a nada a la vez. Palabras que en una suerte de paradoja son imágenes negadas,
imágenes latentes que no terminan de aparecer. Delegar el sentido a la palabra
dibujada, a la palabra como caligrama, es proponer un dispositivo híbrido en el
que participa el ojo y el cuerpo en un movimiento lleno de tensión: no sabemos
si leer o mirar; si traducir esos paisajes conmocionados o descifrar ese
enigmático vocabulario que comparece frente a nuestros ojos.
Estos paisajes nos ofrecen un
juego de transferencias entre la presencia y la ausencia, la afirmación y la
negación, lo significante y lo a-significante. Una puesta en suspenso de los
cuerpos, el enigma del texto como un dispositivo crítico de aparición. Eso que
Canclini llama una “estética de la inminencia”: mostrar lo que no se puede o no
se debe, incomodar, aunque esto parezca imposible. Palabras dispersas que
desestabilizan el lugar del lenguaje como forma de poder pero también como
forma
de representación; palabras
como umbrales de significación, como intersticios de aparición y fuga.
Aquí, finalmente, no hay
exceso de la figura-imagen ni exceso de la palabra-lenguaje, sino una aparición
sorpresiva de una imagen-palabra que resplandece en el momento de su aparición.
Y esa es, probablemente, la función del síntoma: superponer en el espacio de
una palabra una reverberación social e histórica, en el mundo de las
apariencias una intervención crítica e intempestiva.